En breve habrán pasado 20 años desde que Daniel Goleman publicara su libro (1995), convertido en obra de masas en algunos países, Inteligencia Emocional. Ha vendido millones de ejemplares, es un fenómeno de multitudes.
Hay un lugar en la obra en donde Goleman se pregunta si el Coeficiente Intelectual (CI) determina nuestro destino, a lo que responde: menos de lo que pensamos. De momento, con la inclusión de otros aspectos de la realidad hemos venido a hacer justicia a la inteligencia y, con ello, al ser humano. Este tema no es baladí porque desde principios del siglo XX la inteligencia y su referente esencial el CI han sido considerados como los ejes del potencial humano, de tal forma que alguien que no llegaba a un determinado número o marca contaba, palmariamente, con una inteligencia por debajo de lo normal, es decir, era menos inteligente, así de claro. Por favor, que nadie olvide las consecuencias en muchos casos terribles tras adoptar este enfoque como único, graves en lo personal y social porque otorgaban etiquetas a las personas, muy difíciles de retirar más tarde, cuando en algunos casos las acompañaban de por vida.
Por eso hablamos de justicia, porque la inteligencia es más que eso, y nosotros, los que estamos en esto, lo primero es ser muy prudentes. Además, hacer justicia a esta forma de entender la inteligencia es plantear un equilibrio y cordura en todos los ámbitos en donde la inteligencia ocupa un lugar preferente. Uno de éstos es la educación.
Así pues, de la estrechez de una visión de la inteligencia humana hemos pasado a la amplitud de las emociones y de cómo éstas están en el núcleo central de nuestra conducta. La moderna investigación sobre el cerebro y el comportamiento humano explican por qué personas con un elevado CI fracasan en sus empresas vitales, mientras que otras con un CI más modesto triunfan clamorosamente.
Goleman entiende que la inteligencia emocional es una forma de interactuar con el mundo que tiene muy en cuenta los sentimientos, y engloba habilidades tales como el control de los impulsos, la autoconciencia, la motivación, el entusiasmo, la perseverancia, la empatía, la agilidad mental, etc. Ellas configuran rasgos del carácter como la autodisciplina, la compasión o el altruismo, indispensables para una buena y creativa adaptación social.
La inteligencia emocional es un subproducto de la inteligencia social -así titula otra obra Goleman donde trata esto precisamente- que comprende la capacidad de controlar sentimientos y emociones propios, así como los de los demás, discriminar entre ellos y utilizar la información para guiar nuestro pensamiento y nuestras acciones. Se trata, pues, de la repercusión de las emociones en la vida personal y en el desarrollo del aprendizaje, superando, de esta forma, el planteamiento cognitivista de reducir la inteligencia al desarrollo de habilidades mentales.
Todavía recuerdo aquel episodio cuando se midió la inteligencia de un joven conocido mío y no pasó de 90 de CI. El mismo luego ganó premio nacional de bachillerato y marchó a Harvard a estudiar la carrera de Física. Lástima que nuestros enfoques sean tan miopes.