Algo que se nos aparece en la universidad de hoy, sin quererlo muchos, otros dando la bienvenida a una nueva era, es una verdadera tensión entre los fines a que se debe la misma (formar en una cultura de excelencia, investigación científica y enseñar una profesión). No debe ser entendido esto en el sentido de una “guerra de hostilidades” entre los horizontes de su misión, pero sí en ese otro en donde las condiciones de la universidad actual están forzando un tipo de formación que por agotamiento o por falta de vigencia social unos fines están desplazando a otros, no habiendo terminado todavía este movimiento ni el cambio de dirección del mismo. Si a esto unimos la obsolescencia de un formato de formación que en muchos países del mundo es caro para las familias y para el Estado y con relativo poco fruto y nuevos vehículos de formación desarrollados sobre los llamados MOOC (Massive Open Online Course), entonces tiene sentido que cada día más gente se pregunte ¿para qué sirve la Universidad?
Las discusiones trepidantes en torno a esta cuestión no han hecho más que empezar, a pesar de que no son nuevas para la mayoría de los que hoy trabajan en la universidad. Las respuestas que se obtienen se diversifican en un horizonte ora bueno para muchos, ora disperso para otros, donde se observa como mínimo la pérdida de identidad de la propia institución.
Bien sabido es que uno de los fines remite a la cultura, la excelente cultura en una perspectiva de máximos, lo último que una nación puede ofrecerse desde instituciones organizadas para ello. Sin embargo, se observa, también, no demasiado aprecio por la cultura, tal vez reflejo de que desde luego la universidad se haya inmersa en los devenires postmodernos, lo cual remite más a copiar y pegar que a fijar stándares altos de cultura.
Para qué hablar de lo concerniente a lo profesional, otro fin estrella. La exclusividad en este determinado tipo de formación por parte de la universidad, porque muchos expresan que esto es lo únicamente importante, ha agravado la crisis de la cultura humanista. El marco moderno y postmoderno de la misma, y sobre todo este último con sus direcciones positivas, pero también negativas, en alusión a la banal sentencia de todo vale porque nada vale, han hecho de la cultura un elemento sin referencia, un contenido que se comunica pero que no transforma.
Y qué decir de la razón cuando hablamos de universidad. A la razón se la entiende de una forma singular hoy día. Podríamos afirmar que en nuestra época el pensamiento ha dado pasos extraordinarios para entender qué es la vida humana, qué es persona y ha elaborado los instrumentos racionales, insisto que es el gran avance de la teoría de la razón en nuestro tiempo, para poder comprender esas realidades. Sin embargo, hoy es hondamente preocupante por qué en general el hombre razona poco.
No hace mucho tiempo Julián Marías nos abría los ojos con la afirmación de que la tendencia en nuestra época es trabajar con la razón muy poco. A veces se lee un libro de pretensión científica, un libro de ciencia natural o ciencias humanas, filosofía, psicología, historia: el autor ha trabajado enormemente, ha leído muchísimos libros y artículos, sobre todo, ha hecho indagaciones, estadísticas, experimentos; pero uno se pregunta “¿cuánto ha pensado?”, lo que se llama pensar sobre este asunto, y se encuentra con que en realidad han sido unas cuantas horas; ha trabajado cinco años, pero ha pensado sólo unas pocas horas.
También se repite continuamente que la investigación científica es uno los fines más importantes del quehacer universitario, y es cierto que lo es. Pero no podemos olvidar que también se halla contaminado este deseo con realidades que divagan.
Un hecho constatable es que la función investigadora tal como hoy la concebimos es relativamente nueva, pues es limítrofe con la transformación experimentada por las universidades en el siglo XIX, que pasaron de ser instituciones para la transmisión de un cuerpo recibido de conocimientos a adolescentes generalmente inmaduros, a convertirse en instituciones orientadas hacia la investigación. Como hermano de sangre de esta cuestión tenemos que para muchos la investigación científica es la “regente” dentro de los fines universitarios, y así, por ejemplo, se consagran en auténticos investigadores, restando importancia a la función docente, porque así lo creen y porque así se les exige desde instancias superiores. Y esto contamina en ocasiones la relación profesor-alumno hasta límites denunciables.
La propia universidad está contribuyendo a todo ello. Cultura, ciencia y profesión andan revueltos estos días en la casa común universitaria. Se está enfocando la cultura y algunos de los demás elementos susceptibles de formación como incardinados a los propósitos de lo profesional, siguiendo la orientación de una superespecialización y una ciencia que tal vez manejan otros desde fuera. Y visto los límites de las competencias (Ronald Barnett) hoy, ¿de qué cultura estamos hablando?, ¿sabemos investigar? ¿Para qué sirve lo que aprendemos? De seguir así insistamos en llamar a la universidad Alta Escuela de Oficios, pero debilitada.
Es el hacer como que se hace, para no hacer