La evaluación envuelve toda la vida del educando en edad escolar y las experiencias positivas o negativas se multiplican por doquier.
Por lo general, no somos sensibles a recordar aquel tiempo en el que una determinada forma o instrumento de evaluación produjo efectos negativos en nuestra persona. Se trata del resultado de una escasa formación del espíritu crítico, probablemente ni siquiera somos conscientes de ello, a lo más intuimos algo que el dogma académico, por otro lado, se encarga de resituar y apagar por cuanto intuición improcedente: se nos dice algo que llega a nuestro interior: la escuela nunca se equivoca y la evaluación académica es su instrumento para la perfección.
La evaluación es inevitable, es un recurso legal y necesario, pedagógico y balsámico. Con la evaluación obtenemos información que debemos convertir en conocimiento y éste, que nos ayuda a interpretar la realidad del alumno y sus actos, debe conducirnos a una pertinente capacidad de juicio que haga posible una forma de decisiones para la mejora.
Pero, siendo así la dinámica evaluadora, no siempre es desplegada con la sensibilidad y el cuidado adecuados. La falta de rigor y conocimiento, la nula idea sobre para lo que de verdad debe servir la evaluación, la pobre capacidad de comunicación del docente para interpretar y presentar sus resultados al alumno objeto de evaluación, la incapacidad general para balancear todos los intervinientes en la evaluación o la malicia con que algunos aplican los criterios de la misma, hacen de este recurso, dadas estas circunstancias, la bomba de relojería que estalla en las manos de cada alumno, antes o después de su vida escolar, dejando la más escandalosa huella en quien hubiera necesitado justamente lo contrario, la verdad acompañada de una palabra de esperanza.