Recientemente asistí a uno de los episodios más desagradables que he vivido en los últimos tiempos. Decir desagradable es, como poco, reducir el asunto a un episodio casi sin importancia, si bien un poco brusco o insípido y pronto a olvidar.
La razón por la que escribo esto es, entonces, para no olvidar tan rápidamente, dar la razón al otro e invitar a un cambio de actitud para que reine el respeto a los demás.
Diálogo absurdo entre padres
Como cada sábado acudí con mi hijo de 9 años al partido que él y su equipo juegan “dentro o fuera de casa”; esta vez tocaba fuera. Estaba esperando junto al campo que empezara el partido, mientras calentaban los chicos. En ese momento hablaba con otro padre de la clase de mi hijo, momento en que un tercer padre se acercó a donde estábamos, y luego de saludar mirando al campo, advirtió que en uno de los equipos jugaba un niño síndrome de Down, niño al que yo conocía, al igual que a sus padres.
Mirando fijamente al niño, que jugaba en el campo como uno más, este padre afirmó en seguida:
―En el equipo juega un niño subnormal, pero, ¿cómo es posible que a un niño así lo dejen estudiar en el colegio?
No le contesté en el inmediato segundo tras su incalificable comentario, era sábado y estaba casi en formato relax, viendo un partido. No sueles estar “con la escopeta cargada” en todo momento.
Se te pasa por la cabeza: “hoy no he venido a esto”, es decir, estaba solamente acompañando a mi hijo en uno de sus partidos. Pero es como si imaginariamente te frotaras los ojos, cayendo en la cuenta de que la vida es así. Y te dices: “hay que estar preparado para que en cualquier momento alguien te devuelva a la “incredulidad”.
Cara de malestar, mirada de pocos amigos
Este padre lo que sí vio fue mi cara de asombro mezclada con la de malestar, mirada de pocos amigos. Y estaba dispuesto a responder, listo para esgrimir en defensa de aquel niño y de un modelo de sociedad incluyente y de oportunidades, éticamente admisible. Quiero decir con esto que la vida es una colección de oportunidades y que al final no hay más que dos actitudes, la de callarte o la de respuesta, y que ambas tienen un significado bien distinto.
Por eso confesé:
―Ese niño tiene todo el derecho del mundo a ir al colegio, nosotros la obligación de admitirle como persona. Todos tenemos la obligación de ayudarnos mutuamente. La ley, además, lo contempla, obliga a tener una escuela abierta e inclusiva, con una educación de mano tendida a la diversidad, con una pedagogía que acoja a todos…
Y respondió:
―Ahí estará todo el tiempo escuchando que es diferente, hasta que él mismo se lo meta en la cabeza.
Conclusión: oportunidades para combatir, necesidad de ganar
Era un diálogo con rumbo claro, pero con una persona cegada por la falta de ética. Sin embargo, la palabra debía quedar como terapia, por eso pensando en ese niño concluí:
―Ahí estará todo el tiempo que lo diga la ley y que la inmensa mayoría de nosotros lo queramos, y lo queremos. Ah, por cierto, este niño es enormemente feliz en su clase, en su grupo todos son diferentes, aprenden a ser mejores juntos, alcanzan metas más altas todos de la mano. Esa clase es mejor desde que este niño está en la misma.
Es evidente que hoy tenemos los medios para poder vivir, pero falta aún un sentido por el cual vivir. Es una sociedad en transición que el consumo y el bienestar están cegando poco a poco.
No quiero ni imaginarme lo que puede ser de la misma cuando nos convirtamos en una “sociedad post-petróleo”.